Al final del blog, las cosas que no caben en la columna de enlaces.


22 abril 2006

Y el cesar también lloró

Hace ya un tiempo un simple partido de Copa del Rey acabó en tragedia, y todo por evitar otra. Un grupo de brutos contra un perdido que llevaba la acamiseta del equipo rival. Se encuentran y se arma gresca. La reyerta se hace a modo legal, todos valientes, o sea, cinco contra uno. Cinco Riazor Blues contra uno del Compos.

No quiero decir que los Riazor Blues sean todos unos bestias, o unos desalmados que solo buscan pelea, o que los del Compos fuesen mejores o peores, pero se encontraron, la montaron y acabó pagando quien menos tenía que ver: Manuel Ríos, que fue con unos amigos a ver un partido del Depor para pasar la noche en otro ambiente que el del bar de siempre.

Cuando sales de un estadio de fútbol y ves como cinco están encima de uno metiéndole, procuras poner un poco de paz. Pero la mala suerte quiso que le reventasen el hígado de una patada. Y ya está. Una patada, unos pasos, echarse en el césped de los alrededores a recuperarse del golpe y te mueres. Que tristeza, la verdad.

Lo que sí me impresionó fue cuando lo vi en las noticias al día siguiente, con los comentarios de todo el mundo, todos muy apenados por la gran perdida, todos muy correctos. Pero la imagen de Augusto Cesar Lendoiro llorando como si fuese su propio hijo el que murió, mostrando un verdadero dolor, su auténtica pena, sus más puros sentimientos, me dejó el cuerpo destemplado. Nunca fue un tío que me cayese muy bien, siempre me pareció un estirado, que iba demasiado sobrado, pero la imagen con las lagrimas en las mejillas y la cara deshecha de dolor me perturbó. Demostró un lado humano que le falta a la mayoría de la gente pública, que solo saben ser políticamente correctos para no perder lo que a base de hacer las cosas de manera políticamente correcta han conseguido.

Manuel Ríos, hay mucha gente que no te olvida, y algunos que nos impresionamos con el efecto que tubo en algunos. Descansa en paz.

Seguiré leyendo, digo yo

09 abril 2006

Niños de psiquiatra

Hay cosas que solo se pueden solucionar de una manera, y por desgracia es la forma más dolorosa. El caso más común es el de las separaciones y divorcios. Siempre es una mala manera, aunque sea amistosa entre las dos partes, de solucionar el hecho de haber decidido compartir la vida de uno con su pareja.

Marido y mujer, por razones a veces increibles, pues conozco un caso contado por un abogado en que la razón del divorcio fue el dejar el tapón del champú abierto, deciden separarse. Se supone que ese es el catalizador para que se monte la gresca y se consume la separación primero, y el divorcio después. Si están solos no es tan dañino quizá, dentro de lo malo, pero... ¿y si hay niños? Creo que ahí la cosa cambia. Tomar esa decisión lleva a situaciones de conflicto ya no solo entre las dos personas implicadas, sino también a familiares e incluso amigos, que pueden ser incluso peligrosas. Pero no son ni comparables a los problemas que llegan a tener los hijos de esas parejas. Lo dicho, son niños de psiquiatra.

Hace unos días fuí a Santiago a realizar unos papeleos para el trabajo. Llegué a Santiago, aparqué en la plaza de Galicia, y en cuanto salgo por las escaleras a la calle me encuentro una imagen dantesca, que me hizo reflexionar mucho, y que incluso me afectó durante unos días. Un niño de unos 5 años estaba llorando como un descosido a diez metros enfrente mía. La madre estaba acuclillada delante de él, diciendole que se tranquilizase, con una voz suave y cariñosa. Pero el niño seguía llorando, hasta que se puso a gritar que quería que viniera su padre. Estaba un fulano junto a ellos, mirando al niño, y que escuchaba lo que la madre le decía. Estaba bastante claro que era la pareja de la madre, el novio o como queramos llamarlo. Este se agachó también a hablar con el niño, y le quiso coger una mano en gesto cariñoso, pero el niño la retiro de un tirón, y empezo a gritar "No, tú no eres mi padre, quiero a mi padre, quiero a mi padre..." El niño estaba colapsado, no reaccionaba ya. El tipo se levantó, dió medio paso hacia atrás, con una cara totalmente descompuesta, sin saber que hacer. La madre estaba igual, sin saber si coger al niño en brazos, si dejarlo solo un momento a ver si se relajaba, o lo qué. Mientras el niño seguía llorando, hasta el punto que vomitó. A partir de ahí ya no puede ver más, me dolió tanto la situación que no pude ver más. Me fuí a hacer lo que había venido a hacer.

Tengo un cariño especial por esas personitas, más complejas aún que nosotros los adultos. Adoro los niños, me encanta jugar con ellos, hablar con ellos, bromear con ellos, siempre tienen respuestas sinceras. Y la respuesta en este caso fue brutal. Pagan los problemas de los padres sin comerlo ni beberlo, y pagan un precio que puede ser para toda la vida, con problemas en su adolescencia, puede que en sus relaciones con los demás, a saber. Se convierten en carnaza de diván. Y eso, a mí, me duele mucho.

Seguiré leyendo, digo yo